CASCADA
EL PEÑÓN
(PEDROSA
DE TOBALINA)
En tiempos de sequía como éstos, es un placer
genial, sensual, casi diríamos que vital, acercarse a las
Merindades. Más de 360 pueblos integran esta amplísima comarca del
norte de Burgos, similar en extensión a Vizcaya, que ofrece al
viajero un catálogo de románico puro y valles verdes a rabiar,
bañados por el caudaloso Ebro y sus no menos caudalosos afluentes,
protagonistas de tantos espectáculos acuáticos: el salto de
Peñaladros, el de las Pisas, el de Tartalés de los Montes, el de
Orbaneja del Castillo, el de la Mea, las cascadas de Tobera, el
tumultuoso nacimiento del Cadagua...
Todos ellos son muy vistosos, quién lo niega, pero
ninguno se ofrece con tanta generosidad a la pública admiración
como el Peñón de Pedrosa de Tobalina, por la sencilla razón de que
se encuentra en mitad del pueblo, en plena travesía.
Con los ojos a cuadros se queda el viajero que, al
entrar en Pedrosa de Tobalina procedente de Trespaderne y llegar
—para más señas— a la altura del bar Vélez, observa
cómo el impetuoso Jerea se precipita allí mismo por encima de una
visera rocosa de 40 metros de largo —todo el ancho del
río— en una fragorosa caída vertical de nueve metros,
formando dos cortinas de agua que se hacen una sola y más espesa
cuando baja crecido, y entonces esto ya es el Niágara de
Castilla.
En Pedrosa de Tobalina ha sido siempre el Peñón
por antonomasia. Lo de llamarle cascada del Jerea, nos dicen, es
una costubre moderna, de 20 años a esta parte.
De los viejos tiempos queda junto al Peñón un ya
inútil molino harinero de cuatro piedras, que hizo también las
veces de central eléctrica, alimentando a los 28 pueblos del valle
de Tobalina, lo cual no debía de requerir en teoría mucha potencia,
pues sólo había una o dos bombillas por casa.