LdP. El gigante del Valle estrecho (versión amado)
“Cuenta la leyenda…”
Toda mi vida la he pasado en los caminos y en las plazas de los pueblos como peregrino errante que nunca llega a su santuario, y todo por amor al teatro, a los aplausos del público por una función bien realizada y por los ojos bien abiertos de las gentes iletradas porque gracias a nosotros descubrían otro mundo que les hacía evadirse de su rutinaria rutina, y por eso me hice comunicador de sueños, o eso creía ser, junto con otras personas con parecidas inquietudes, medio locos o locos enteros que quisimos dar pinceladas de color a la gris realidad de los pueblos.
Esta era nuestra rutina, para nada rutinaria, donde éramos o nos convertíamos en mitad caballeros, mitad bohemios y toda una parte de embusteros… pero los días, las semanas, los meses y los años iban pasando y todos los caminos empezaron a parecer los mismos, todas las plazas las mismas, y las gentes y sus reacciones eran previsibles, pero no porque supiéramos cómo iban a reaccionar, sino porque éramos maestros en hacer salir a la luz sentimientos que la gente desconocía.
Pero un día llegué a un pueblo y la vi. Era distinta a todas las personas que había visto. No solo no tenía las reacciones de las demás personas, sino que además sus reacciones eran mucho más intensas, casi tanto como sus ojos y su mirada. Y de repente mi vida volvió a dejar de ser rutina, sobre todo cuando esperaba volver a verla, porque ella volvía a ver la actuación y porque parecía que estaba surgiendo una conexión entre nosotros, como si nos conociéramos de toda la vida, y eso que no habíamos cruzado ni siquiera una palabra pero sí infinidad de miradas gracias a su presencia fiel y constante.
Y por fin, una tarde primaveral, muy rara en el valle me decidí y me acerqué a ella, la saludé y empezamos a hablar, con una naturalidad que corroboró la sensación de que nos conocíamos toda la vida. Y así, cada día, después de la función nos volvíamos a encontrar y cada día nos alargábamos más en nuestros encuentros.
Pero un día, sin previo aviso, dejé de verla. Más tarde, por mediación de una anciana, me enteré que su padre la prohibió salir de casa, pero yo sabía de nuestro amor y tenía paciencia y decidí esperar, y con el tiempo, y el día menos pensado, vi que volvía a salir a la calle a hacer los recados y demandas varias de las que sabía que solía ocuparse. Me vio y en sus ojos leí que tenía que seguir esperando. Y esperé, y esa misma noche, la anciana que me avisó del castigo que su padre impuso a mi amada, me traía un recado, que esa misma noche mi amada se escapaba de casa conmigo, y que teníamos que irnos ya, sin esperar y dejando a la anciana con palabras de despedida y buenaventura, di la vuelta a la esquina y me reencontré con mi amada con un petate en el hombro y enseguida nos dispusimos a poner distancia, cruzándonos con muchos viajeros, y a cada cual le contábamos un destino diferente para nuestro camino.
Fue mucha la distancia la que pusimos de por medio. Suficiente para que el padre de ella no nos encontrara, pero insuficiente para que no nos llegara el rumor de que un gigante de la Montaña Palentina, apenado por la ausencia de su hija y cansado por la terrible búsqueda, se recostó en Peña Redonda y se convirtió en piedra.
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