Al caminar por las orillas del río Lagares, es muy común encontrarse con dos compañeras que, aunque modestas, reclaman atención: las ortigas y las silvas. Ambas son plantas silvestres resistentes, capaces de crecer en suelos pobres y de colonizar rápidamente espacios degradados. Son, en cierto modo, símbolo de la naturaleza gallega: fuertes, algo incómodas a veces, pero imprescindibles para el equilibrio del ecosistema.
Las ortigas se reconocen fácilmente por sus hojas dentadas y los finos pelillos urticantes que cubren sus tallos. Al tocarlas, pueden provocar una picazón momentánea, debido a un ácido que inyectan como defensa. Aunque suelen ser consideradas molestas, lo cierto es que son plantas muy beneficiosas.
Ricas en minerales como el hierro y el magnesio, han sido utilizadas tradicionalmente en infusiones, sopas, e incluso para elaborar tejidos. Además, sirven de refugio y alimento para muchas mariposas e insectos, lo que las convierte en una pieza clave en la biodiversidad del entorno.
Las silvas, o zarzas, son arbustos de tallos largos y espinosos que crecen de forma exuberante cerca del agua. Sus hojas verdes y brillantes esconden, en verano, un tesoro: las moras, dulces y oscuras, que atraen tanto a animales como a senderistas curiosos.
A pesar de sus espinas, las silvas cumplen una función ecológica importante: protegen el suelo contra la erosión, ofrecen refugio a aves pequeñas y mamíferos, y ayudan a conservar la humedad en zonas de ribera. Donde hay silvas, hay vida.
Estas dos plantas, a menudo pasadas por alto o incluso temidas, forman parte esencial del paisaje del Lagares. A veces hay que apartarlas con cuidado para seguir el camino, pero su presencia nos recuerda que la naturaleza tiene su propio modo de marcar territorio… y de cuidar el río.